En la ruptura de Donald Trump con Vladimir Putin se conjugan dos elementos. Uno que no es estratégico y se alimenta de una furia personal porque el líder ruso conspira contra el relato pacificador del magnate y su supuesta capacidad de negociador exitoso. Algo parecido a lo que le hace el premier israelí Benjamín Netanyahu. El segundo, más importante, es que esta circunstancia devuelve al gobierno de EE,UU. al realismo de la importancia de esa guerra subestimada por el presidente republicano y su corte adicta.
Dicho de otro modo, por ahora y al margen de las motivaciones que lo hicieron posible, lo concreto es que se recupera el alineamiento de la mayor potencia occidental con las capitales europeas que advierten con insistencia sobre la amenaza rusa. Ese movimiento tiene otro correlato en la política norteamericana. Se encuentra en el rápido apoyo del ala liberal del Partido Republicano que encontró un diferencial necesario de los halcones aislacionistas del grupo MAGA que lidera el mandatario y ya ha comenzado a protestar por esta deriva.
Trump intimó a Moscú a cesar la guerra contra Ucrania en 50 días, de lo contrario castigaría a Rusia con aranceles de 100% y quizá hasta cinco veces más, según los entusiastas republicanos, contra las naciones que importan el petróleo ruso, China e India, especialmente.
El Kremlin, que ha mostrado un manejo astuto con las idas y vueltas del mandatario norteamericano, reaccionó de un modo previsible. Dejó trascender a través de la agencia Reuters que de ningún modo detendrá la guerra, si no se aceptan sus condiciones, es decir la rendición de Ucrania. Un alto funcionario le dijo a esa agencia que el autócrata moscovita reconoce la importancia de la relación con Trump, pero sostuvo que “los intereses de Rusia van por encima de todo lo demás”. Y aclaró: “Putin cree que nadie se ha involucrado seriamente con él en los detalles de la paz en Ucrania, incluidos los estadounidenses, por lo que continuará hasta que logre lo que quiere”.
Un dato que quizá Washington mira con atención y no es menor aunque lo parezca, han sido las burlas del ex presidente Dmitri Medvédev sobre el ultimátum y, particularmente la señalización de que “a Rusia no le importa” lo que diga el magnate. Lo que le da valor a ese comentario es que Medvédev es un títere y alter ego de Putin. Como un hábil bufón de la corte -término no necesariamente peyorativo-, expone brutalmente lo que el soberano piensa y prefiere no decir.
Rusia cree que tiene el tiempo a su favor en el frente militar. Controla una quinta parte del territorio ucraniano y ha avanzado cerca de 1.500 kilómetros cuadrados en el último trimestre, aprovechándose de una Ucrania debilitada también debido a los erráticos movimientos de EE.UU. La ofensiva rusa, incluso, se aceleró en las últimas horas, con la toma de tres localidades importantes en las regiones de Donetsk, Kharkiv y Zaporiyia.
El presidente de Ucrania, Volodimir Zelenski, habla durante una conferencia de prensa tras las llamadas telefónicas con el presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Foto ReutersMoscú pretende retener los territorios ya conquistados y aumentar su dominio militar. Exige, además, que se pacte la prohibición de Kiev para ingresar en la OTAN, se desarme en gran medida su ejército, se quite del poder al presidente Volodimir Zelenski y se impida la participación de fuerzas internacionales en el país europeo. Busca el control total de Ucrania como lo tenía en 2013 cuando puso como presidente a otro de sus títeres, Viktor Yanukovich, quien buscó romper lazos con Europa y convertir a esa nación en un satélite ruso.
Las preocupaciones de la UE
El levantamiento popular de la plaza de Maidan lo impidió. Derribó ese liderazgo, Moscú perdió control y entonces tomó la Península de Crimea en 2014 donde en Sebastopol se encuentra su mayor base naval, y que es la fecha real del inicio de esta guerra.
Conviene de todos modos cierta cautela sobre los próximos pasos. Las sanciones que Trump prometió contra Venezuela, por ejemplo, nunca fueron aplicadas. El País de Madrid señalaba esta semana que los mercados no se movieron después de la amenaza del republicano, especialmente los energéticos, dato de que sencillamente no creen que se produzca el ataque arancelario. Lo contrario hubiera disparado una estampida del precio del barril.
Trump en todo caso ha quedado atrapado en la política que emprendió hacia Rusia desde la campaña, cuando defendía un derecho de guerra de Moscú. Incluso echando la culpa del conflicto al país atacado, una repetición lineal de la narrativa rusa. En abril pasado el Pentágono por primera vez eludió participar en la cumbre de medio centenar de países para coordinar el apoyo militar a Ucrania, una nítida luz verde hacia Putin.
La Casa Blanca ha supuesto que con esa estrategia de acercamiento y complicidad obtenía dos objetivos: el cese del conflicto y el alejamiento ruso de China. Pero las condiciones no están dadas para ese desenlace. “El peor defecto en las relaciones internacionales es la tentación de simplificar el escenario para que encaje en lo que se pretende”, le dice a esta columna un diplomático de la Unión Europea que observa que existe menos estrategia que improvisación en los movimientos de EE.UU.
Trump, al revés que su antecesor Joe Biden, con 50 años de experiencia en el Comité de Relaciones Exteriores del Senado, ha desdeñado la gravedad de los intereses rusos: si quiere una parte de Ucrania o todo el país es cosa de ellos, ha dicho. Los europeos cuestionan que la Casa Blanca no advierta el significado sistémico del conflicto e incluso las razones por cuales China se ha subido a esta aventura.
El presidente ruso, Vladímir Putin, se reúne con el presidente de la Asociación Rusa de Productores de Fertilizantes, Andrey Guryev, en el Kremlin de Moscú. Foto APClaudio Ingerflom, uno de los mayores especialistas argentinos en Rusia y el Este europeo, acaba de descubrir un informe actual de los principales asesores de Putin ilustrado con una imagen de una Moscú patriarcal con carrozas y caballos del siglo 19, sobre la leyenda: “No contra sino después de Occidente. El código de Rusia para el siglo XXI”. Esa pretensión imperial explica también la siembra de estatuas de Stalin que distribuye Putin en todo el país, no de Lenin, sino del dictador que se repartió el mundo con los principales líderes planetarios tras la Segunda Guerra. Ese es el lugar que busca el autócrata ruso, con la ensoñación restauradora del zarismo que planteó para justificar la invasión de Ucrania.
Trump repudia a Biden, dice, por haber permitido esta guerra durante su mandato. Pero el demócrata lo tomó como lo que era, un desafío a la hegemonía occidental que solo podía resolverse con la derrota del agresor. Biden utilizó la guerra para reconstruir el liderazgo norteamericano, y sacar del sopor a la OTAN, que avanzó como nunca antes sobre las fronteras rusas, evitando de paso que el conflicto cruzara la línea de una crisis global.
Esa es la visión que defienden las principales capitales europeas. Necesitan paralizar a Moscú para que no avance sobre sus espacios y además doblegarla para sacar provecho de su potencia energética. Hay otra dimensión a observar. La enorme inversión en defensa que plantea la UE y encabeza claramente el actual gobierno alemán del conservador Friedrich Merz, que se mira en el espejo de Konrad Adenauer, tiene un destino no solo militar. Convierte a los bonos europeos en una inversión atractiva y competitiva a caballo de ese descomunal gasto público. La intención es elevar a Frankfurt como un mercado por encima incluso del de Londres para absorber inversiones.
Putin pretende un lugar dominante en esa arquitectura y colocar al bloque europeo, cuyo desprecio comparte con Trump, dentro de su esfera de influencia. Ese es el sentido profundo y hasta bizarro de esta guerra a la que, veremos por cuanto tiempo, vuelve a sumarse Estados Unidos.
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Fuente: clarin.com