Hoy se cumplen 73 años de una noche que cambió la Argentina para siempre. El 26 de julio de 1952, a las 20:25, Eva Perón, la Jefa Espiritual de la Nación, “entró en la inmortalidad”.
Tenía apenas 33 años y pesaba 37 kilos. La mató un cáncer de cuello de útero que la había consumido en diez meses de una agonía dolorosa, pero no le impidió luchar hasta el último aliento.
Poco antes de su muerte, su marido, Juan Domingo Perón, había sido reelecto presidente. Eva, incansable, incluso votó desde su cama en el hospital en las primeras elecciones donde las mujeres argentinas pudieron ejercer su derecho.
Un diagnóstico tardío y fatal
Los primeros síntomas de Evita aparecieron en 1948: cansancio extremo, anemia, gripes constantes. Su médico de cabecera, Oscar Ivanissevich, sospechó algo más grave.
Le propuso una histerectomía, pero Evita, que aún no cumplía los 30, se negó rotundamente. Los dolores intensos la llevaron al quirófano en 1950 por una supuesta apendicitis que no era tal.
El diagnóstico final llegó en 1951, durante una cirugía el 6 de noviembre en el hospital de Avellaneda. El cirujano estadounidense George Pack, una eminencia, confirmó lo peor: un cáncer uterino en fase letal.
Perón supo cada detalle del pronóstico, pero Evita jamás se enteró de la gravedad. Días después de esa operación, desde su cama de hospital, votó por primera vez, haciendo historia junto a millones de mujeres argentinas.
Una fuerza indomable hasta el final
Los últimos meses fueron una batalla constante. Las hemorragias y los dolores se intensificaron, con metástasis en sus huesos. La morfina se volvió indispensable para aliviar su sufrimiento.
Pese a su precario estado, Evita se negaba a descansar. Había renunciado a la vicepresidencia por su salud, pero seguía participando en cada decisión del Gobierno.
Su última aparición pública fue el 1º de mayo de 1952, desde el balcón de la Casa Rosada. Perón la sostenía mientras ella, con 40 grados de fiebre, decía a la multitud: “Otra vez estoy en la lucha, otra vez estoy con ustedes, como ayer, como hoy y como mañana”.
Un mes y tres días después, el 4 de junio, Evita asistió a la asunción de Perón para su segundo mandato. Fue su última vez en público. “La única manera de que me quede en esta cama es estando muerta”, les había dicho a su esposo y a su madre que intentaban disuadirla.
La sostuvieron con un armazón de madera para que pudiera mantenerse erguida bajo su tapado. Después de la ceremonia, tuvo que recibir más morfina. Volvió al Palacio Unzué, la residencia presidencial, de donde ya no saldría con vida.
En junio, el Parlamento la nombró “Jefa Espiritual de la Nación”. El 29 de ese mes firmó su testamento: “Quiero vivir eternamente con Perón y con mi pueblo”.
Las últimas horas de una protagonista
En julio de 1952, Evita se había trasladado a un vestidor contiguo al dormitorio de Perón. Quería sentirse cerca de él en sus últimos momentos. La noche del 25, le susurró a su enfermera: “Ya queda poco”.
Al amanecer del 26, sus últimas palabras fueron: “Me voy, la flaca se va… Evita se va a descansar”. También le dijo a Perón: “No abandones nunca a los pobres. Son los únicos que saben ser fieles”.
Esa mañana, el pulso de Evita era débil, apenas perceptible. A las 16:30, la revisión médica confirmó el coma. Perón la acompañaba en esa habitación adaptada en la residencia, junto a su madre y hermanos.
Funcionarios cercanos a Perón se movían por la residencia, preparando el anuncio de una muerte que marcaría la historia argentina. Entre ellos, Héctor Cámpora, quien años después sería presidente.
La muerte de Evita fue serena, sin estertores. “Quedó como angelada, bella, en paz. Fue como si se hubiera dormido”, relató su enfermera. A las ocho de la noche, un médico confirmó a Perón: “No hay pulso”. El General rompió en llanto. “¡Qué solo me quedo!”, exclamó.
Una despedida inédita y un cuerpo profanado
Raúl Apold, encargado de la comunicación del Gobierno, redactó el parte oficial. A las 21:36, la voz del locutor Jorge Furnot anunció al país: “Cumple la Subsecretaría de Informaciones de la Presidencia de la Nación el penosísimo deber de informar al pueblo de la República que a las 20.25 horas ha fallecido la señora Eva Perón, Jefa Espiritual de la Nación”.
Esa misma noche, el patólogo español Pedro Ara inició el embalsamamiento. Sara Gatti, su manicura, cumplió con el último deseo de Evita: quitar el esmalte rojo de sus uñas y dejarlas al natural.
Se decretaron dos días de duelo nacional y treinta de luto oficial. Las radios solo emitían música sacra, y cada noche, a las 20:25, se recordaba la “hora en que Eva Perón entró en la inmortalidad”.
El velatorio fue multitudinario, un fenómeno nunca antes visto en Argentina. Duró 16 días y se estima que unos tres millones de personas despidieron a Evita en el Ministerio de Trabajo y Previsión, sede de la fundación desde donde se había convertido en la “abanderada de los humildes”.
Tras el derrocamiento de Perón en 1955, el cuerpo de Evita fue profanado, secuestrado y ocultado, enterrado en secreto bajo una identidad falsa en Italia. Perón lo recuperó recién en 1971.
Finalmente, en 1976, sus restos fueron trasladados al Cementerio de la Recoleta. Casi medio siglo después, su mausoleo sigue recibiendo flores frescas, un testimonio de que Evita, para muchos, sigue siendo inmortal.