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Mundos íntimos. Salí de las redes por una semana. Me sentí muy ansiosa pero lo terrible fue que nadie percibió mi ausencia.

Qué suerte que no estás en Twitter, amiga. Ella está desanimada y verborrágica. Nos sentamos en las únicas banquetas vacías de las 38 que rodean la barra del porteño Café Paulín. Son las cinco de la tarde del lunes 14 de agosto de 2023. Es el día después de las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO), con resultados que ya preludiaban la victoria definitiva, meses después, de La Libertad Avanza.

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Y sí, atraso muchos años

Nos acodamos en el mármol frío que cada día ve pasar “los mejores sándwiches de Buenos Aires”. Mi amiga sorbe un poco de café. Pide una factura. Quedan tres. Elige la más vistosa. Le da un mordisco y clava la mirada en la nada. Yo la observo. Le conozco los gestos. Qué suerte que no estoy en Twitter.

Hace siete meses, ese era el segundo día de un experimento para la Maestría que cursaba: una semana sin leer, ni publicar en Twitter (TW), Instagram (IG) y Facebook (FB), aplicaciones que uso casi compulsivamente -excluyo a WhatsApp (WA), que para mí solo reemplaza la vieja mensajería de texto-. Durante siete días fui parte de ese 5 por ciento de la población que no usa redes, según la Encuesta Nacional de Consumos Culturales.

Miedo a perderse algo. Por esa razón Natalia Arenas está siempre con celular en mano.FB fue mi primera red social. Ahí me encontré con ex compañeros y compañeras de la escuela y me relacioné con nuevas personas. Me pasó de cruzarme con gente en recitales y bares, verles cara conocida y caer al rato: ¡de FB!

Fortalecí vínculos con amigos y me sedujo la ilusión del reemplazo virtual del encuentro de los cuerpos. También rompí relaciones, me arrepentí de comentarios, me bloqueó un ex, lloré, y me indigné viendo fotos de su nuevo amor. Reclamé me gustas y negué toques. Escribí alguna que otra indirecta y me comí los mocos ante la reacción del aludido. Todo esto en soledad, frente a una pantalla. Acá empezó, además, la farsa del si no lo posteaste, no pasó.

Ahora que FB se volvió un antro que todavía no cerró y del que aún me niego a huir, una ventana hacia los +40 que resisten con sus posteos existenciales, recordatorios de cumpleaños y alertas a destiempo, yo lo uso como un replicador de IG. Pero no me voy.

Mientras mi amiga escanea el código QR, nos sorprende la charla entre una moza y un joven vestido de traje gris sin corbata. Ella le pasa un trapo a la barra. Él, yéndose, habla en tono “tira postas” apoyado en el marco de la puerta. Ella lo interrumpe.

-Eso de la dolarización… mmm

-Es duro, sí. Pero a otros países les fue bien. Se puede hacer.

Salimos casi llevándonos por delante al trajeado. Ella necesita un pucho, yo tuitear esa conversación. Arma, prende y aspira. Exhala. Yo tanteo el celular, pero no.

***

Día 1. Domingo de PASO. Me despierto y, como cada día, en penumbras busco el celular en la mesa de luz. Miro la hora: las 10.15. No tengo notificaciones. Abro whatsapp, lo cierro y mi dedo va a Instagram. Freno. El desafío es detener el círculo vicioso WA-IG-TW-FB que hasta ayer activaba cada ¿media hora? Hace tiempo que bloqueé las notificaciones de IG, TW y FB. Pero es como si mi cerebro no tolerara no saber qué está pasando.

¿Qué urgencia puede surgir de IG? ¿Qué me puedo perder en media hora? ¿Qué puede estar pasando que no pueda ver en dos horas más o mañana (¡o nunca!)? Probablemente, nada. Pero el miedo a perderse algo o fear of missing out (FOMO) existe.

El chequeo compulsivo de las redes es síntoma del FOMO. Y trae consecuencias: trastornos de sueño y de concentración, depresión, entre otras. Doy fe: sucede.

La compulsión empezó con TW. La cuenta de mi perdición la abrí en 2012 porque empezaba a trabajar en la web de un diario y no-podés-no -tener-twitter. Tardé un par de meses en tuitear. Y después no paré.

La inmediatez que imponen las redes es adictiva: podés publicar lo que pensás, lo que sentís, lo que te pasa en el momento. Y todo, sin demasiada reflexión. El problema es cuando aparece la obligación. Cuando tenés que tuitear sobre la película que estás viendo. Cuando te sentís en falta si no escribís sobre el tema del día, como si de eso dependiera tu ser y tu estar en el mundo.

También imponen un tono. En TW (bueno, X) lo llamo “tira postas”. Frases cortas y asertivas. El timing lo es todo. Si tenés un tuit matador pero demorás, perdiste. Como cuando discutís en la vida real y los buenos argumentos llegan tarde.

Se tuitea desde el anonimato y, casi siempre, sin consecuencias que traspasen la virtualidad. Salvo el malestar. No hace falta llegar al extremo de que una horda de trolls te ataque y te exponga a deseos de muerte para sentir el ahogo, la pesadez en los hombros, la ansiedad.

¿Qué debería contestar? ¿Debería contestar? ¿Y si bloqueo? Hace tiempo que opté por silenciar notificaciones de no seguidores. Hubo alivio. ¿Todos se tomarán las redes como yo? ¿Cómo hacen los que tienen cientos de miles de seguidores? ¿Tiran una posta al éter para que todo estalle y siguen con su vida? ¿También les cuesta dormir?

Por esos días post PASO, me cuenta mi amiga, todos tienen estrategias perfectas. Convencer a los indecisos, doblegar a los contras, enamorar a los propios. Proliferan los brillantes presidentes, como antes los eficaces sanitaristas, pragmáticos ministros de economía y napoleones del fútbol.

Qué suerte que no estoy en TW.

***

La escuela de Lanús en la que voto me queda a 10 cuadras. Solo necesito el DNI. Puedo dejar el celular, pero ahí tengo la captura con el número de mesa y orden. Podría anotarlos en un papel. Finjo demencia.

Votar me pone contenta. En el cuarto oscuro pienso en sacar una foto. Saco el celular, prendo la cámara, hago foco. Me detengo. ¿Para qué, si no habrá posteo?

El resto del día lo paso lejos del celular. La siesta, mis sobrinos, el memotest y las escondidas. Esta costumbre es previa a la abstinencia. Para escribir, leer un libro o mirar una película, el celular cerca me desconcentra.

A las 18 prendo la tele, que no apagaré hasta pasada la medianoche. Es la primera vez en varias elecciones que no tengo el boca de urna de las redes. Tengo ansiedad. Me contengo para no preguntarle a nadie.

En los grupos de WA proliferan links de tuits y reels con porcentajes. Me sorprendo mirándolos fijo. Quisiera abrirlos telepáticamente para estar libre de culpa. No se abren.

En la tele aparecen los primeros resultados. Necesito apoyo virtual: tuitear, retuitear, comentar. Esa noche me cuesta dormir. La tele titila en algún noticiero.

***

Día 2. El día después de las PASO. Subo al colectivo. Me siento, saco el celular, los auriculares, escucho la radio. La semana anterior hubiera scrolleado IG casi sin pausa. Hubiese buscado memes para evadirme. Hoy observo a mi alrededor. Gente metida en celulares. Una chica sonríe, otra frunce el ceño, otra parece emocionarse. Puedo inferir que están en IG o en Tik Tok. Los más grandes, quizás en FB.

Miro fijo la pantalla. Pienso si será necesario desinstalar IG. Pero no quiero el engorro de volver a loguearme. No me acuerdo la clave. Tengo tantas contraseñas como aplicaciones. Todas parecidas.

A la salida del trabajo me junto con mi amiga en el bar Paulín.

No lo sabría hasta esa semana de abstinencia, pero fue IG el que inauguró en mí una nueva angustia silenciosa. Descubrí que la hiperpose que demanda esta red no es lo mío. Claro que a veces quiero mostrar(me). Pero hay algo desmesurado en esto de pensar “en función de” la pose, de la originalidad. Me agota. Lo siento en el cuerpo. Es como si tuviera una persona a cocochito durante horas. Quiero que un libro que me gustó mucho no traiga aparejada la necesidad de componer una foto en la que se vea que lo leí, ni estar atenta a si tengo pintadas las uñas, a si la mesa está sucia, a si la luz. Quiero no estar pendiente de las vistas y los likes. ¿Puedo leer el libro y no postear nada? Puedo. Pero algo tensa.

El ruido más agudo y molesto que siento es que las redes se transforman en un soporte, un reducto inevitable para mi oficio, el periodismo. No hay métrica que no lo indique. Ante estas especulaciones alguien me dijo que tik tok es “peor”. No llegué ahí. Al menos por ahora, resisto.

***

Día 3. En el trabajo hablan de una pelea entre dos periodistas. Ocurrió en TW, obvio. Necesito que me cuenten detalles: qué se dijeron, los comentarios, quienes likearon a quién. Me siento como cuando en la escuela hablaban de Tinelli y yo veía a Pergolini. Me pongo los auriculares y me aíslo.

Día 4. Entré a IG sin querer, como quien abre la heladera por inercia, mira y vuelve a cerrarla. Ocho notificaciones. ¿De qué serán? ¿De quiénes? Cierro IG.

***

Los dos días siguientes, algo aflojó. Por momentos, perdí de vista el celular. Me concentré más en el trabajo. Empecé a leer un libro.

El país, en picada: más devaluación, Javier Milei promete motosierra, se separaron Coco Sily y Caramelito. Mi burbuja me salva. Lejos de los tira postas, de las fake news y de los trolls, el día a día es más llevadero. Los hombros, en su lugar, la espalda recta, el cuello relajado.

¿Estaré perdiendo el timing? ¿Estaré encontrando algo?

Día 6.

-¿No notaron nada en mis redes?

-(Piensan, tal vez demasiado)…

-No estoy en las redes

-Ahhhh. Claro, si, hace mucho que no publicás nada.

Esa conversación podría replicarse en todos mis círculos sociales. Noto que no soy tan popular ni querida. Ego: el muy probable sostén principal de las redes. Recordé que hace unos meses me enteré por IG de que alguien a quien consideraba una amiga se casó. Dejé de seguirla para evitar ver las réplicas del evento. No lo notó.

A la noche fui a escuchar jazz. Sonaba tan lindo que grabé un video. Cuando vuelva a las redes subo a stories de lo que hice, pienso. Tienen que saber que esta semana eterna la pasé bien, que mi calle se inundó, que comí rico. ¿Tienen que saber?

Me junté a comer con amigas. Sacamos una foto pero ninguna la subió. ¿Existió ese encuentro?

El domingo en que se cumplía mi semana de ostracismo virtual, una notificación me informa que usé el teléfono solo “40 minutos menos que la semana pasada”. Resulta que el tiempo lo trasladé a WA y a ¡el Candy Crush! ¿Es que no hay escapatoria? Tal vez no se trate de escapar, sino de cómo ubicarse. Ya sabemos unas cuantas cosas sobre el trasfondo de esto. Corporaciones guiando voluntades bajo el imperio del algoritmo. El desafío es cómo manejar esta suerte de prótesis que nos integra o nos desintegra en los espacios. ¿Cómo lo voy a manejar yo?

Los últimos días, cuando noté que nadie se percató de mi ausencia, se volvió imperiosa la respuesta a una pregunta que me asustó: ¿qué sería de mi vida social sin las redes? Desde que volví se apaciguó mi urgencia en responderla. Me siento menos tensa. Sensación que acaso sea el indicio de una posible respuesta.

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Natalia Arenas es conurbana. Nació en Lomas de Zamora; vivió su niñez, adolescencia y un poco más en Luis Guillón; después se mudó a Lanús. Es periodista de la UNLZ. Trabajó como redactora y editora, fue conductora y productora radial. Por su trabajo en el sitio Cosecha Roja ganó dos premios: el Lola Mora (Buenos Aires) y el Juana Manso (Rosario). Es editora en Revista Anfibia, productora y guionista en Anfibia Podcast. Da talleres de periodismo. El año pasado terminó de cursar la Maestría de Periodismo Narrativo en la UNSAM: la tesis está en proceso. Le gustan los días de otoño, siempre y cuando haya sol.

Fuente: clarin.com

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